23 de octubre de 1932
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Siempre creí que era la artista que llevo dentro la que hechizaba.
Creía que era mi casa esotérica, los colores, las luces, mis vestidos, mi
trabajo. Siempre estuve dentro de la concha de la gran artista que trabaja,
temerosa e inconsciente de mi poder. ¿Qué ha hecho el doctor
Allendy*?2
Ha dejado de lado a la artista, ha manejado y amado mi alma
interior, sin sus antecedentes, sin mi creación. Incluso me ha inquietado
su desinterés por la artista y me asombra que se haya apoderado así
de mí, tan dépouillée de artificios, de ropajes, de encantos, de elixires.
Y esta noche, a solas, a la espera de los visitantes, contemplo esta alma
renacida y pienso en cómo han contribuido a ella los regalos de Hugh*,
Allendy, Henry* y June*. Recuerdo el día en que di unas joyas a Ethel*,
la hermana de Hugh. Y hoy, la prima Ana María* me da piedras para
mi acuario y un pez, nuevo y humorístico, con aletas verdes.
–Quiero ir a Londres contigo –me dice–. Quiero librarte de June.
Y yo me tiendo de espaldas y lloro con gratitud infinita.
Me voy a Londres. Tengo nuevas fuerzas y necesito vencer el dolor
que sigue atormentándome. Necesito muchos días para aliviar un poco
mi vida o para moverme dentro de mi diario, de mi historia. No puedo,
en un día, librarme de la locura. Todavía me quedan horas para retorcerme
de dolor, como en un horno, y me sucede cuando Henry me
llama por teléfono para preguntarme si estoy bien y le contesto que sí.
O cuando se cae una chincheta de un ángulo de la fotografía de «H. V. Miller, gángster-autor», y me doy cuenta de cuánto me he alejado
del verdadero lesbianismo y que es solo la artista que llevo dentro, la
energía dominadora, la que se expande para fecundar a las mujeres
bellas en un plano difícil de aprehender y que no tiene en absoluto
nada que ver con la actividad sexual ordinaria. ¿Quién creerá en el
aliento y la altura de mis ambiciones, cuando perfumo la belleza de
Ana María con mi conocimiento y experiencia, cuando la domino y
la cortejo para enriquecerla, para crearla? ¿Quién creerá que dejé de
amar a June cuando descubrí que ella destruye en lugar de amar? ¿Por
qué no me sentí arrobada cuando June, una mujer magnífica, se hizo
pequeña en mis brazos y me descubrió sus miedos, sus miedos de mí y
de la experiencia?
El simoun sopla esta noche. Todo es un torbellino. Es de noche y
he sido fuerte todo el día. No debo derrumbarme solo porque sea de
noche y esté cansada.
Cuando veo que June está profundamente celosa de lo que he hecho
por Henry, le digo que todo lo he hecho por ella.
Ella también me miente y dice que habría querido conocerme antes
que a Henry.
Pero yo continúo mi mentira con una verdad: recordé la lástima que
sentí cuando leí en las notas de Henry que ella trabajaba para él y para
Jean [Kronski*] y que una vez, en un arrebato de cansancio y asco, les
gritó: «¡Los dos decís que me queréis, pero ninguno hace nada por
mí!». Le recuerdo esto a June y deseo hacer algo por ella. Pero, tan
pronto como lo digo, muere mi deseo, consciente de que es un deseo
autodestructivo, que no tengo suficiente vitalidad, que he trabajado
mucho para Henry y que no quiero hacer más sacrificios. Y muere mi
espontaneidad, y mi generosidad se vuelve una mentira cuya frialdad
me estremece, y deseo que los tres seamos capaces de admitir que estamos
cansados de sacrificios y de sufrimientos inútiles.
Sin embargo, soy yo quien trabaja para Henry y June, pero con un
espíritu rebelde. Consciente de que no hay razón para acusarme o castigarme,
de que, por fin, estoy libre de culpa y merezco ser feliz.
June espera que yo diga lo que vamos a hacer juntas mañana por la
noche; June cuenta con mi imaginación; June pretende que mi inexperiencia
de la vida real me traicione. Ahora que dispongo de una noche
para ella, ¿qué haré con la noche y con ella? Soy una escritora de páginas
fantásticas, pero no sé cómo vivirlas.
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René Lalou* es exuberante, enérgico, locuaz e ingenioso. Se sintió
muy atraído por mí en contra de mis propios deseos, porque su estupendo
equilibrio está muy lejos de mi oscuridad. Pero su exuberancia
física pudo con él. Por primera vez fui consciente de mi poder para que
un hombre sensato se mostrara poco serio y falto de ingenio. Contemplé
cómo su claridad se hacía pedazos. Al final de la velada, René Lalou
era un hombre con sangre española en las venas.
Me reí mucho, pero eché en falta mi amor, la cualidad más oscura,
más densa de Henry. La brillantez de Lalou y su pasión por lo abstracto
me interesaron, pero eché en falta a Henry, lo eché de menos.
Lalou habló en contra del surrealismo y luego me pidió lo que he escrito
sobre June. Se burló de las obras para minorías y después dijo que
le gustaría que me publicaran en sitios más conocidos que transition.
Esta mañana he recibido una bella carta de Allendy que termina «le
plus dévoué, peut-être», y siento qué profundos caminos ha trazado en mí
su extraña devoción, cuán sutilmente me rodea, sin tragedia ni sensacionalismo.
Me siento como una persona drogada, enferma, que una
mañana despierta a una claridad idílica: renacida.
¡Qué gran esfuerzo para librarme de la oscuridad y la asfixia, del
enorme dolor que me ahoga, de mi propia laceración inquisitiva! Allendy
me examina con amor doble –sus extraños ojos, su boca y sus manos
cálidas–. Pero no quiero dar más, solo quiero tenderme de espaldas y
recibir regalos. June tiene mi capa negra, pero con ella le di mi primer
fragmento de odio. No estoy en su poder.
Ambos encontraron en mí la imagen intacta de ellos mismos, su
respectiva identidad potencial: Henry vio al gran hombre que puede
ser; June, su soberbia personalidad. Cada uno se aferra a su imagen
buscando en mí la vida y la fuerza.
June, sin seguridad interior, solo puede mostrar su grandeza mediante
su poder destructivo. Henry, hasta que me conoció, solo podía
afirmar su grandeza en sus ataques a June. Se devoraban mutuamente:
él la caricaturizaba; ella lo debilitaba al protegerlo. Y cuando han logrado
destruirse, matarse, Henry llora la muerte de June y June llora
porque Henry ya no es un dios y necesita un dios para quien vivir.
June quiere que Henry sea un Dostoyevski, pero, involuntaria e
instintivamente, se lo impide. Quiere que él cante para alabarla, no
que escriba un gran libro. Pero no es culpable de su destrucción. Es
su aliento, su afirmación vital, cada movimiento de su yo, lo que confunde,
empequeñece y destruye a los demás. Es sincera, intachable e
inocente.
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Yo he magnificado a Henry. Puedo hacer de él un Dostoyevski. Le
infundo fortaleza. Soy consciente de mi poder, pero mi poder es femenino;
exige combatir pero no vencer. Mi poder es también el del artista,
de modo que no necesito la obra de Henry para magnificarme. No
necesito que me alabe y, como soy artista antes que nada, puedo
conservar mi yo –mi yo de mujer– en segundo término. No bloquea
su trabajo. Doy sostén al artista que hay en él. June no quiere solo un
artista, quiere también un amante y un esclavo.
Puedo desatender las exigencias de mi yo, rendirme al arte, a la
creación. Sobre todo a la creación.
Y eso es lo que hago ahora: crear a June y a Henry. Alimentarlos con
mi fe. En mi fragilidad está el simbolismo de esa frágil consecución que
los obsesiona. June ve en mí a la mujer que tras visitar los infiernos sale
ilesa y quiere permanecer ilesa. June no perderá su yo, su yo ideal.
Y Henry quiere ser el Dostoyevski ideal. El artista. Encuentra en mí
la imagen de esa identidad de artista. Completa, poderosa, ilimitada.
No necesito su arte para glorificarme. Tengo mi propia creación.
June, para ser más generosa, debería ser artista.
Gracias a Allendy puedo renunciar a una mera victoria. Amo. Amo
a ambos, a Henry y a June.
Y June, que me ama ciegamente, busca también mi destrucción.
Mis páginas sobre ella, que son una obra de arte, no la satisfacen. Ignora
su fuerza y su belleza y repite la queja de que no es verdad todo lo
que digo. Pero en ningún momento me dejo confundir. Con independencia
de June, conozco el valor exacto de esas páginas.
Mi obra, pues, en primer lugar. Tambaleante mi poder como artista,
¿qué otro poder me queda? Mi estímulo natural, mi vitalidad, mi
verdadera imaginación, mi salud, mi vida creativa. ¿Y qué hará June
con ellas? Drogarlas. June me ofrece muerte y destrucción. June me
hechiza –habla con su rostro, sus caricias, me seduce, usa el amor que
siento por ella para la destrucción–. Una muerte por partida doble. La
frescura de mi cuerpo ha de destruirse para que mi cuerpo sea como
el suyo. Dice: «Tu cuerpo es tan fresco y el mío tan estropeado». Y así,
ciega, sin nada reprochable, inocente, matará mi frescura, lo intacto
que ella ama. Matará todo cuanto ama.
¿De dónde viene este conocimiento oscuro? Del humo, de la locura,
del champán, de la intoxicación de las caricias, de los besos y de la
exaltación. Estamos en el Poisson d’Or, tocándonos las rodillas, ebrias
la una de la otra; y June está embriagada de sí misma. Le ha dicho a
Henry que no es nadie, que ha fracasado en su intento de ser un dios
y un Dostoyevski, que es ella quien sí es un dios, su propio dios. Así
se realiza el milagro. El engaño. Henry está muerto. June ha vuelto a
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ser aniquiladora. «Henry», dice ella, «es un niño». Pero yo protesto y
le digo que creo en Henry como artista y luego confieso que lo amo
como hombre.
Y entonces me pregunta: «Amas a Henry, ¿verdad?», y añade que yo
hice a Henry mi mayor regalo. Mis ojos se empañan de dolor. Sabía que si
lo admitía salvaba a Henry, porque Henry se convertiría de nuevo en
un dios. Nadie, salvo un dios –dice ella–, puede ser amado por ella o
por mí. Por lo tanto, Henry sería un dios. Y ella, en la inocencia de su
enorme egoísmo, me pregunta: «¿Tienes celos de Henry?».
Dios, ¿yo celosa del amor de Henry por June o del amor de June
por Henry?
Es entonces cuando me siento fluida, disuelta, fuyante. Y huyo de la
tortura que me espera como un gigantesco exprimidor de sangre que
oprimiera mi carne entre June y Henry. Escapo haciendo un esfuerzo
sobrehumano para librarme de la destrucción y la locura. Quedo presa
por un momento. June advierte en mis ojos el infinito dolor. He hecho
a ambos mi gran ofrenda. Entrego el uno al otro, dando a cada uno
la más bella imagen de ellos mismos. Soy únicamente la reveladora, la
armonizadora. Y cuando vuelven a encontrarse, a ella le doy un Dostoyevski
y a él una June creativa. Yo solo quedo aniquilada humanamente.
Ambos me han amado.
Mi amor por June y Henry es menor en proporción a mi rebelión
contra el sufrimiento. Creo que amo en ellos una experiencia que no
pueda destruirme –en la que ya no entro del todo– porque quiero vivir.
Por la tarde. Ha venido Henry y, al principio, hemos estado tensos.
Luego ha querido besarme y no se lo he permitido. No, no podía soportarlo.
No, no debía tocarme, me habría herido. Le sorprendió. Me
resistí. Me dijo que me deseaba más que nunca, que June se había convertido
en una extraña, que las dos primeras noches con ella no había
sentido ninguna pasión. Que, desde entonces, era como estar con una
puta. Que me amaba y que solo conmigo sentía la conexión entre la
imagen de su mente y su deseo, que era imposible amar a dos mujeres,
que yo había desplazado a June. Antes de decirme todo eso ya me había
rendido –la intimidad me pareció tan terriblemente natural: nada había
cambiado–. Me sentí aturdida, todo me pareció igual. Y yo que había
pensado que nuestra relación parecería irreal, que la relación natural
entre June y Henry se renovaría. Ni siquiera puede acostumbrarse a su
cuerpo; debe de ser porque no hay intimidad entre ellos.
Lo miré todo como si se tratara de un fenómeno. Después de ocurrirme
esto con Henry es posible creer en la fidelidad amorosa. Repaso
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sus últimas páginas sobre el regreso de June y las encuentro vacías de
emoción. Ella ha agotado sus emociones, las ha exagerado. Luego, todo
el asunto me parece irreal y tengo la impresión de que Henry es el más
sincero de los tres y que June y yo, o yo sola, lo engañamos.
Ya no hay tragedia. ¡Henry y yo nos reímos juntos de las múltiples
complicaciones de nuestras relaciones!
Tengo miedo de lo que me ocurre. Miedo de mi frialdad. ¿Acaso
Henry ha agotado, también, mis emociones por la angustia inconsciente
que le produce la amenaza constante de June a nuestra felicidad?
¿O es que lo que a menudo se espera demasiado, la alegría que se
desea demasiado, me aturde y soy incapaz de sentirla cuando llega?
June le dice a Henry que he dicho que lo amo. Parece sorprendido.
Quizá cree que estaba borracha cuando lo dije.
–¿Cómo? ¿Qué quieres decir, June?
–Oh, simplemente que te ama, no que quiera acostarse contigo.
Y los tres nos echamos a reír. Pero me preocupa también que June
crea tanto en mi amor que, cuando me pregunta si tengo celos de Henry,
lo que quiere decirme es que debo eliminar a Henry, odiar a Henry,
a causa de mi amor por ella. Recuerdo nuestras caricias anoche, en el
taxi, mi cabeza echada hacia atrás bajo sus besos, pálida ella y mi mano
en su pecho. No imaginó en ningún momento la escena de hoy. Y unas
veces la engañada es ella, otras Henry y otras yo.
Y Allendy y Hugo, los únicos hombres sinceros del mundo, están
hablando en este momento, celosos de mí. Infeliz Hugo.
Henry no tiene celos de June, sino de mí, tiene celos y teme que yo
ame a June o a Allendy.
Esta noche siento que quiero abarcar toda la experiencia, que puedo
hacerlo sin ningún riesgo, puesto que Allendy me ha salvado. Que voy
a ir con June a todas partes para adentrarme en todo.
Carta a Henry: Fue estupendo que riéramos juntos, Henry. Cualquier
cosa que haya entre June y yo solo sirve para que sienta con mayor confianza
mi profundo amor por ti. Es como si estuviera pasando la mayor
prueba de mi amor por ti. La mayor prueba de toda mi vida. Y aunque
estuviera bebida, drogada, hechizada o cualquier cosa que me perdiera,
siempre, siempre estarás tú, Henry... No quiero herirte mencionando a
otros. No tienes que sentir celos, Henry; te pertenezco...
Pero mi amor por Henry es un eco profundo, una prolongación
profunda de un yo interior con una eterna doble cara. Tengo una doble
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personalidad. Está mi amor profundo y desinteresado por Henry que
puede cambiarse fácilmente por otro amor. Siento su terminación, igual
que siento que el amor de Henry por mí terminará cuando él sea lo
bastante fuerte para prescindir de mí.
He hecho la obra de un psicoanalista, una pieza viva de clarificación
y orientación. Es verdad, por lo tanto, lo que la astrología dice acerca
de mi extraña influencia en la vida interior de los demás.
Je prends conscience de mon pouvoir, de la fuerza de mis sueños. La
misma June no tiene verdadera imaginación; si la tuviera, no necesitaría
drogarse; June tiene hambre de imaginación. También Henry tuvo
hambre. Y ambos me han enriquecido con sus experiencias. Me han dado
mucho. Vida. Me han dado vida.
Allendy ha despertado en mí la inteligencia, porque los sentimientos
estaban hundiéndome, la vida me estaba hundiendo. Me dio la
fortaleza, gracias a la cual libero mis pasiones y mis instintos sin morir,
como antes.
A veces me duele que ahora haya menos sentimientos y más inteligencia.
Como si antes fuera más sincera. Pero si ser sincera consiste en
arrojarse por la borda, es que era la sinceridad de la derrota. Suicidarse
es fácil. Vivir sin un dios es más difícil. La embriaguez del triunfo es
mayor que la embriaguez del sacrificio.
Ya no necesito hacer tanto para ocultar la inutilidad de mis cambios
internos, sustituir para comprender. Necesito hacer poco, pero ese poco
me exige un gran esfuerzo.
Por la tarde. Allendy espera que rompa con Henry. Veo adónde va
con sus preguntas. Espera con ansiedad. Y hoy me siento conmovida
por sus caricias. Son maravillosas.
Le digo que lo amo. No cree en ninguna dualidad. ¿Lo creería si
leyera mis diarios? ¿No son algunas frases que escribo más frías que lo
que él imagina de mí?
Esta vez tengo la impresión de estar jugando con Allendy. ¿Por qué?
Creo que es más sincero que yo. Me conmueve y me da miedo. ¿Es a él a
quien voy a herir –el primer hombre– y por qué? ¿O acaso todo esto no es
más que mi manera de defenderme de su poder? Sentada aquí esta
noche, recuerdo sus manos. Son carnosas, pero las puntas de sus dedos
son idealistas. Cómo repasan el perfil de mi cuerpo, cómo hunde su
cabeza en mi pecho y huele mi pelo. Cómo nos levantamos juntos y
nos besamos, hasta que sentí vértigo. Henry no habría esperado para
levantarme el vestido, habría perdido la cabeza.
Luego vuelvo a casa alegre y animada y Hugh me tira sobre la cama,
loco de celos, me folla delirante y me rasga el vestido para morderme
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los hombros. Y finjo complacida, sorprendida por la tragedia de los
modales cuando ya no sirven. La pasión de Hugh ha llegado demasiado
tarde. Quiero estar en los brazos de Henry –la intimidad– o en los de
Allendy –lo desconocido–. ¡Y yo, que siempre había querido que me desgarraran
el vestido!
Siento en demasía los alejamientos, los encuentros, las prolongaciones,
los nuevos chispazos. Hay en mi cabeza un centro de control,
todo diamantino, pero, cuando examino mis emociones, veo que se
disparan en direcciones diferentes. Hay una tensión de superactividad,
de superexpansión, el deseo de alcanzar de nuevo la cima gozosa que
alcanzo con Henry. ¿Podré fundirme con Allendy? No lo creo, porque
el mayor gozo, como Henry sabe ya, es intimidad, totalidad, pasión absoluta.
¿Cuántas intimidades hay en el mundo para una mujer como yo? ¿Soy
una unidad? ¿Un monstruo? ¿Soy una mujer?
¿Qué me lleva a Allendy? La pasión por la abstracción, la sabiduría,
el equilibrio, la fuerza.
¿A Henry? La pasión, la vida ardiente y desmedida, el desequilibrio
del artista, la fusión y la fluidez de los creadores.
Siempre dos hombres: el que es y el que ha de ser, siempre el momento
alcanzado y el momento siguiente, adivinado demasiado pronto.
Demasiada lucidez.
Los celos de Hugh me halagan. Está celoso de Allendy. Mañana irá a
decirle que le ha quitado a su esposa, le dirá que está derrotado, que me
ha entendido muy bien, todo lo bien que puede un científico, pero que
él, Hugh, me posee. Hugh sabe que Allendy quería provocar sus celos,
de una vez por todas, para que mostrara agresividad con los hombres
y no amor y complacencia, para que se salvara de su pasividad homosexual,
por la cual deja que otros hombres amen a su mujer. Sabe que
todo esto debe de ser un juego psicoanalítico con un propósito definido,
pero en este caso no se trata de un juego, porque los sentimientos de
Allendy están involucrados. ¡De modo que lo que Hugh le diga herirá
a Allendy! ¡Y Hugh va a herir al hombre que más ama para afirmar su
hombría y su amor por mí!
Y mientras Hugh me cuenta todo esto, con su nueva y clara intuición,
yo permanezco en silencio, deseando temerosa que no haga daño
a Allendy. Pienso ir a verlo y atenuar el efecto de las palabras de Hugh,
la historia de Hugh sobre mi vestido roto. Aunque sé que Allendy no va
a recibir daño, que está protegido por su tremenda clarividencia. Está
tan seguro de que no amo a Hugh; y con cuánta seguridad me espera.
¡Admiro su terrible dominio de sí mismo, de la vida y del dolor!
Texto tomado de: http://www.siruela.com/archivos/fragmentos/IncestoFuego.pdf
Imagen tomada de:
uncajonrevuelto.com